​El Jefe

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Las tiendas de Celso García en Madrid eran las favoritas de la clase alta y media de los años 60. El dueño (el Jefe) llevaba un férreo control sobre cada una de ellas y pretendía distinguirse de los grandes almacenes existentes entonces por la exquisita atención al cliente.

De modo que Celso se paseaba por ellas procurando pasar inadvertido y vigilaba cada gesto, cada venta y cada dependienta. Exigía la máxima educación, fidelidad a la marca y honradez a toda prueba. Ramón Areces también puso en práctica esta técnica en sus Corte Inglés, pero claro, la expansión territorial de sus almacenes y las dimensiones de los mismos le impidieron el control directo y tuvo que delegar en otros y la cosa ya no fue lo mismo.

Pues en política es lo mismo. El Jefe vigila las buenas prácticas cuando es una pequeña tienda, entrevista a los candidatos y elige. Pero el negocio crece, las tiendas se multiplican y tan deprisa que ya no puede abarcar la selección rigurosa. Empieza a delegar y el rigor decae.

Ahí se abre la puerta a los arribistas, los amiguetes, los ineptos y los mediocres. Por supuesto las tiendas siguen funcionando porque el Jefe ha conseguido atraer a muchos clientes, pero el servicio ya no es el mismo y eso se empieza a notar. Los dependientes están inmersos en batallas internas por ocupar mejores sitios y ya no sonríen a la señora pesada que no se decide, han olvidado su vocación de servicio y le meten a la señora el pañuelo más caro en lugar de las medias que ella quería.

Y me temo que esto ocurre en todos los partidos. Porque el tonto nunca sabe que es tonto, pero si sabe lo que ambiciona y si para ello tiene que pisarle un cliente a su compañero…pues se pisa y listo.

Porque el idealismo es solo cosa del Jefe y unos pocos más, el resto ve la política como una oportunidad de “ser alguien” que de otro modo no podría alcanzar. Y lo peor es que nosotros, los clientes, acudimos a la tienda porque creemos que con un Jefe tan bueno, todos tienen que serlo.


Ana de Rojas