Pregón de Isabel Bernardo para la Peña del Alguacilillo

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La escritora Isabel Bernardo ha pronunciado este domingo, 8 de febrero el pregón de Caranval para la Peña Amigos del Algucilillo. Como es habitual, ha sido en el barrio del Puente, en las oficinas de la sección de Ganadería.



"El Carnaval del Águeda"

…Érase una vez un río cuyas aguas tenían nombre de mujer. Águeda se llamaba como aquellas que se dice son buenas y bondadosas. Desde su primer manantial en el puente de los Llanos, la magia de la naturaleza se multiplicaba en sus aguas, río abajo, hacia el discurrir del Duero. Y eran tantos y tan grandes los encantos que en el río se posaban, que el río era feliz, pues poco tenía que desear. Embravado en sus inicios, el Águeda se dejaba retozar por las truchas, antes de alcanzar El Rebollar, donde los robles se emboscaban en matorrales, al cuidado de Zeus, protector de los dioses y de los hombres. Daba igual que fuera primavera, verano, otoño, incluso en hosco invierno, todas las estaciones se anunciaban en sus aguas con los más increíbles colores y perfumes de un hechizo: los amarillos amargos del escobonar, los púrpuras amaderados de los brezos, los blancos pringosos de los jarales, los violetas empenachados en el alcanfor de los cantuesos… Ni los pájaros más esquivos, podían resistirse a sobrevolar aquel paraíso de fragancias, que los corzos lamían al atardecer. Y eran tales los júbilos que el río tenía, que parecía desvenarse de contento con el rumor de las abejas mordiendo los majuelos, hasta alcanzar los Riscos con su nombre y tomar resuello en los remansos; antes de encajonarse en los macizos de granito, y espejar la rapaz volada de los buitres, halcones y gavilanes que habitaban el pedernal. Sin duda, una travesía excitante y triunfal, pero de la que el río salía algo asmático, un poco como asfixiado de tanto abocinarse en las estrechas gargantas de las cortadas berroqueñas. Menos mal que la ciudad del cerro rocoso le esperaba a los pies de sus murallas. En desparramada vega, un séquito de álamos uniformados de plata, le daban la bienvenida. Todo su pasar escoltado, dejándose mordisquear cariñosamente por las garcillas del Picón, haciéndose saludar por nobles e infanzones, curtidores y braceros, hortelanos, campesinos, lugareños, aparceros, músicos y coplistas… Pero, ¿qué más daba cuál fuera su oficio? Lo importante era que todos se hacían llamar vecinos de Ciudad Rodrigo, y observaban el Águeda, como a una diosa complaciente que les llenaba de bienes y de poesía; como a una aurora boreal que se despeñara de los cielos sobre las tierras más fértiles, de la hermosísima ciudad. Pero ni siquiera tan bella estampa podía detener el devenir natural del río. Y éste continuaba hacia delante, por los vados que todos llaman de Siega Verde, hasta que el río se desaguaba lleno de dicha en el Duero, como un ángel de luz y agua, que escarpaba fallas coronadas de almendros, y costurones de granito, donde se asomaban sin miedo los olivos y las vides. –¡Qué felicidad tan grande! –se repetía el río día tras día, lunas tras luna, siglo tras siglo…, sin poder sospechar que una mañana cualquiera, iba a ensombrecerse su fortuna. Todo sucedió pocos días antes de la celebración del carnaval, cuando ya se habían levantado agujas y tablaos; pero nadie supo decirme el año, pues fue tanta la pena que en la ciudad y alrededores hubo, que sus habitantes prefirieron olvidarlo. Era muy de mañana, floreándose aun la centellada en las veletas de las iglesias, cuando comenzó a escucharse un rumor que iba y venía en el zureo de las palomas. Y de las palomas pasó al crotorar de las cigueñas, y de las cigüeñas al silbido agudo del elanio azul que sobrevolaba el berrocal... Y así, por la parte de aguas arriba o de aguas abajo de la bella Ciudad Rodrigo, daba igual fueran aves, árboles, flores o gentes, unos y otros murmuraban lo mismo: –Al río le pasa algo, parece tener flojera, ni siquiera se platea en la aceña; está con un noséqué que lo tiene entontecido. La preocupación se adueñó rápidamente del lugar: ¿Cómo iba a hacerse sonar la campana gorda teniendo al río sumido en tan grande y desconocida tristeza? Y como no se podía perder tiempo, el regidor abrió el salón de plenos, y mandó llamar a todos cuántos podían ayudar a solucionar el grave problema. Y allí hablaron tejones y ginetas, rebollos y encinas, gamoncillos y espinares, milanos y cárabos, peces, y hasta un lince en peligro de extinción. Nunca en el consistorio se había visto tan pintoresca concurrencia. Pero la reunión fue en balde, pues ninguno de los asistentes pudo señalar diagnóstico o dar explicación. Y como el alcalde no estaba dispuesto a darse por vencido, aprovechando un ventarrón de la tarde, decidió echar un bando a volar. Aguas arriba del río, y aguas abajo también, por ver que todos los alrededores conocieran el asunto y pudieran ayudar a resolverlo. Cuando el bando tomó tierra en El Rebollar, la culebrilla ciega salía con cuidado de una piedra para comer un poco. Pero le pudo más la curiosidad que el hambre y, con gran dificultad, intentó leer con sus pequeños ojitos lo que aquel papel decía. El asunto la llenó de intranquilidad y decidió reptar hasta la orilla del Águeda para preguntarle. Pero la culebrilla ciega nada pudo oír, pues había olvidado que además de miope, no tenía tímpano y era completamente sorda. El bando que aterrizó en el paraje de los Riscos se detuvo justamente a la puerta de una colmena donde todos sus habitantes dormían. Todos, menos la abeja reina. Aunque aun estaban en reposo invernal, ella llevaba unos días algo desvelada, como nerviosa. Afuera el viento se estaba atemperando, y en él llegarían sus más de mil pretendientes para celebrar el baile nupcial donde ella elegiría esposo. –Creo que ya están llamando a la puerta –se dijo muy emocionada, y sin hacer ruido sorteó la barricada de la colmena y miró afuera. –¡Bah! –protestó decepcionada al leer la proclama pegada en la cera–. ¡No sé quién puede preocuparse de un río triste, cuando todos los ríos del mundo se pasan la vida llorando! Y aguijoneando el papel a un perigallo seco, regresó al enjambre hecha una furia. Nada sabía de esto la joven hija del molinero cuando allí se encontró el bando del alcalde. Tan solo iba a recoger una brazada de gamoncillos para la lumbre. Aunque torpemente, pudo descifrar letra a letra lo que el papel decía, y sin dudarlo corrió hacia el río. Ella conocía todos sus enjuagues y gorgoteos, y sabía que con solo verle la cara, podría adivinar si realmente el río estaba enfermo. Además aun quedaban algunas horas de luz y disponía de tiempo suficiente sin que en casa se inquietaran. Cuando llegó a la orilla, el aspecto del río no le gustó nada de nada. Es más, ni siquiera el Águeda la saludó al verla. Así que sin andarse con rodeos, se sentó junto a él y le preguntó: –¿Es cierto, amigo, que estás enfermo? –Si la tristeza es una enfermedad, debo estarlo –le contestó lacónico, porque la verdad era que el río, no tenía ganas de hablar con nadie. Mucho tuvo que contristarse con el río la muchacha, porque chispeaba ya la primera estrella cuando logró que el Águeda le confesara cuál era la causa de su pena. –Me avergüenza decírtelo, pero… yo ya no quiero ser agua. Mi deseo es… ser toro bravo, y correr el carnaval. –Pero eso es un disparate. Has nacido para ser río. No puedes ir en contra de tu destino. Nadie puede hacerlo. Todos los intentos de la joven para convencerlo fueron vanos. El Águeda se había obcecado con aquel absurdo capricho, y no había manera de sacarlo de su error. La noche inevitablemente hubo de derramarse sobre aquel lugar, pero no quiso hacer pernoctar sobre el río sus estrellas, por miedo a que éstas se contagiaran de tan fantasmales extravagancias. Y así, todo comenzó a callar peligrosamente dentro de un silencio que enmudeció las orillas, los cárabos, y los lobos. Hora tras hora, inevitablemente también, corrieron la noche, el río y el tiempo, aguas abajo, sin detenerse siquiera en el sueño monumental de la noble ciudad, hasta que –¡nadie lo hubiera imaginado!– unos mugidos de luz sacudieron los silencios y las penumbras, y despertaron al río triste y al nuevo día. –¿Quién hay ahí? ¿Quién se atreve a provocarme de tal manera? –gritó malhumorado el Águeda chapoteando las orillas de legañas. Y al abrir los ojos se topó con una pequeña manada de toros que le observaban desde unas rocas de esquisto que emergían del agua. –¡Tantos siglos pasando por aquí, y ahora pareces tener miedo de nosotros, río orgulloso! –se le encaró un cornúpeta de astas en lira y bravucón. –¡Miedo… y mala memoria! –señaló otro ejemplar al que se le habían desmembrado las patas y el hocico–. Deberías recordar que nosotros nacimos cuando tú apenas era un ridículo hilo de hielo paleolítico. Y de eso, hace miles y miles de años. –¡Tan fiero cómo despertaste, y mírate ahora…, acobardado y vacilante como un pobre arroyuelo! ¡Ni siquiera tu paso nos refresca! –dijeron a dúo un caballo de sorprendente crinera y una cabra mocha que vivía acuclillada en su barriga, como si de un mismo animal se tratase. De no ser por la llegada de la joven hija del molinero, las rechiflas hubieran deshidratado por completo al río de tantas lágrimas cómo vertía, sin que aquellas bestias prehistóricas pudieran darse cuenta. La proximidad del carnaval había soltado la lengua a las rupestres, y no había quién pudiera cerrarles la boca. Ellas sabían que la fiesta estaba a punto de comenzar; que el río les traería las imágenes de los encierros, que el río les mostraría la belleza de las muchachas, que en el río escucharían la música de los pasacalles, y las coplas de las rondallas, y los olés de la plaza, y la algarabía de los niños… Que en el río se mirarían los enormes ojos de aquella alguacililla del Puente, donde cabían todo el carnaval y toda la historia de Ciudad Rodrigo. –¡Ah! ¡Cómo le envidiamos! ¡Qué suerte ha tenido este insolente! Él, en la libertad del agua; nosotros, en la esclavitud de la piedra, como toscas figuras que no podemos siquiera movernos del sitio; siempre mirando de perfil, siempre soñando el mundo desde el mismo lado –se lamentaron. –Pero vosotros podéis presumir de ser toros de la luz. Os dibujaron al aire libre, sin el castigo de veros obligados a vivir en la oscuridad de las cavernas. –dijo la molinerita intentando animar a los rupestres. Estaba claro que la naturaleza parecía haberse equivocado en aquellos destinos. Muchos argumentos hicieron falta para convencerlos de su error. Mucha inteligencia y palabras para poner cada oficio en su sitio, y cada razón en su cabeza. Pero, amigos, en la realidad o en la ficción, todo requiere su tiempo. Y así fue como los toros de la luz se quedaron en la luz; y el río se encauzó en el río; y los cielos se hicieron transparencia azul, y los pájaros, un precioso vuelo anunciando a todos que comenzaba el carnaval. Y ya todo en su orden natural y en su más lógica costumbre, la muchachita corrió aprisa hacia su casa. Sobre la cama, una capa corta, una golilla, y un sombrero chambergo con plumas de llamativos colores. Y observando tales cosas la narradora del cuento, comprendió que, aprisa ella también, había de retirarse. Pues es cosa de acierto y miramiento, medir el tiempo y las palabras. Y cuando la escritora ya creía que en el cuento todas las fantasías se habían harto cumplido, un cuajarón de río cayó a plomo desde sus ojos sobre el papel. Y ante la más grande sorpresa que jamás había soñado, la lágrima lentamente se deshizo, y dibujó un corazón gigante donde podía leerse: Te quiero Ciudad Rodrigo. ¡Viva la Asociación Amigos del Alguacilillo! ¡Viva la Rondalla de las tres columnas! ¡Viva Ciudad Rodrigo! ¡FELIZ CARNAVAL DEL TORO 2015!