En esta
tierra mirobrigense convertida ya por el devenir del tiempo y su avatar en
ciudad antigua, noble y leal ―a la que se otorgó el rango de civitas, estatus que le garantizaba
derechos civiles y políticos―, hay días en que el Águeda rasga su manto
de niebla permitiendo que el sol preñe de oro el fluir tranquilo del agua;
luego, lejos de perderse hacia el Oriente, se esconde entre la sillería de torres, almenas,
templos y palacios para escuchar de la piedra su memoria, historias que la
fragua del tiempo convirtió en leyendas que parieron mitos.
Desde
El río que transita la noche
del tiempo vertió un limo de historia sobre el lecho de ajedrez donde vetones,
romanos, moros, moriscos, judíos,
conversos, cristianos, portugueses y bandos señoriales en liza se jugaron días
de grandeza y miseria, de risas, lágrimas, vino y rosas, de guerra y paz configurando un caleidoscopio de
culturas que aún hoy palpita en la noble tierra de
El hombre inventó el tiempo y
el espacio para entender la mutable realidad de su existencia; hoy uno y otro
se abrazan despertando el mito, pues es
misterio larvado en la profundidad insondable del hombre, que
atiende solícito a llamada del ritual.
El mito… expresa, fomenta
y codifica la creencia; salvaguarda y refuerza la moral; garantiza la eficacia
del ritual y contiene reglas prácticas por las que el hombre puede guiarse. Es,
pues, un ingrediente vital de la civilización humana; no es un cuento inútil,
sino una fuerza activa muy elaborada.
Con el mito el hombre se
eleva más allá del cautiverio al que somete su entraña y el malestar cotidiano
de la cultura del que ya hablara el insigne Freud, es un drama que nace como
acontecer histórico y cuyo carácter es orientador, nos permite poner el caos de
la ansiedad a buen recaudo y afrontar con serenidad el inquietante futuro, para abrir en liturgia pagana un carnaval que ebrio se envuelve en un río de agua y tres de
fuego: el primero el de Ur, toro primigenio que inmortalizara el hombre con
su arte rupestre al abrigo rocoso de las cuevas paleolíticas; el segundo
el orgiástico donde reina Dionisios; y el tercero el Dramatúrgico que recorre caminos
y aldeas parapetado en el carro de Tespis.
Las edades del tiempo
cobijan al hombre en la fría noche de la nada con un tapiz
escarchado de leyendas
que su imaginario proyectó sobre el mundo a la luz de su consciencia, con el
afán de conjurar miedos o invocar protección, ese tapiz que creó en su mente un
mundo de dioses y animales fabulosos como Pegaso, Unicornio, Cerbero (perro de
tres cabezas que guardaba las puertas del Hades); Quirón (el más famoso y sabio
de los centauros); Pitón; Grifo (animal con alas de águila y cuerpo de león);
Arpía (ave con rostro de doncella y cuerpo de ave de rapiña); minotauro (animal
mitad hombre, mitad toro, fruto de la unión de Pasifae y el toro blanco de
Poseidón)...
Cuando el hombre en su prehistoria elevó a
la mujer a la categoría de Diosa Madre, puso junto a ella y en una dimensión
jerárquica inferior una divinidad masculina, un dios símbolo de la fertilidad
representado por un toro. Desde aquel ancestral tiempo hasta nuestros días, babilonios, egipcios,
minoicos, griegos, romanos… todos de una u otra manera sacralizaron a este animal
otorgándole atributos divinos, siendo objeto de culto, sacrificio, de caza y
fiesta.
Perdió entidad en el proceso de
fusión cuando los pueblos indoeuropeos invadieron a los habitantes más
primitivos de Grecia, pero
se mantuvo asociado mitológicamente a Zeus, Poseidón, Eros o Dionisios como
vestigio de su antigua deidad.
Así los minoicos ―por hablar de
alguna de aquellas civilizaciones ancestrales que tanto nos legaron― realizaban
arriesgados saltos entre las astas del toro y sobre su cuerpo, dentro de un
marco de celebración religiosa, dado el carácter sagrado y su condición de
símbolo de fortaleza y fecundidad que tenía el animal, como rito iniciático
para el paso del joven a la madurez.
El toro ha caminado junto al
hombre desde entonces saltando de una a otra cultura. Desacralizado y
convertida su liturgia en una fiesta, en nuestra tierra crea bandos a favor y
en contra del rito al que es sometido; defensores y detractores argumentan tesis
antagónicas irreconciliables, pero será la sociedad quien en última instancia
decida si necesita el mito, o por el contrario lo abandona.
Dice la leyenda que en la noche de carnaval todo vale y
nada
importa
pues lo tapa la máscara que es su energía
hecha materia. Sin ella no es posible el ritual, pues representa la cara
que nuestra imaginación le pone a un dios, es el drama de la vida que sale al
paso, nos seduce, traiciona, es elixir que narcotiza los sentidos para
alejarlos del torbellino de realidad que nos subyuga, la compañera de viaje en
la búsqueda inquietante de nuestra identidad.
Al ponerse la máscara el
ser humano se vuelve enigmático, se transforma
en esos modelos con valor simbólico que forman parte del inconsciente
colectivo.
Vive larvada en lo más
profundo de nuestra experiencia emocional, brota en el arte con expresiones de
miedo, rabia, decepción, alegría… Cuando se interpone entre uno mismo y el
mundo, mira tanto hacia dentro como hacia fuera, y disfraza, cubre, miente,
revela, protege, niega recuerda, encarna, transforma…
Nos protege de anhelos
ocultos en el jardín sin luna que nos habita la entraña profunda para
escondernos con su protección a los unos de los otros, reconcilia emociones que
escapan a la razón, y valida el instinto; sin ella somos vulnerables, un barco
sin timón a merced del viento.
Oscar Wilde decía que «el hombre es menos él mismo cuando habla por
cuenta propia. Déle una máscara y dirá la verdad».
Pero…¡Ay, mortal, cuando la máscara que llevas
es el rostro de un arquetipo, modelo primigenio de comportamiento!
Entonces el
identificarte con ella equivaldrá a una posesión y tal vez en lo orgiástico del
carnaval te sientas un dios, vendas tu alma al diablo y por satisfacer los
anhelos que asolan tu corazón permitas que la máscara de Fausto se apodere de
ti y pidas a Mefisto yacer en brazos de algún brebaje o elixir camino a la
celestial Helena, cuyos dulces abrazos pueden
extinguir del todo esos pensamientos que iluminan tu razón y la vorágine del
deseo, te haga exclamar:
¡Dulce
Helena!
Es
este el rostro que botó mil barcos
E
hizo arder infinitas torres de Ilión
Dulce
Helena, hazme inmortal con un beso,
Sus
labios sorben mi ánima, ¡Contémplala elevarse!
Ven,
Helena, entrégame otra vez mi alma.
Aquí
permaneceré, pues el cielo está en estos labios
Y
todo lo que no es Helena es escoria.
¡Oh,
eres más hermosa que el aire de la tarde
arropada
en la belleza de un millar de estrellas!
Sin caer en
la cuenta de que del placer se ha de entender cómo empieza, pero sobre todo qué
precio se ha de pagar cuando termina. Ya Epicuro el filósofo helenista
proclamaba que «casi todo placer lleva consigo, como compañero inseparable su
porción de dolor».
Cuando el carnaval rasgue el velo del quehacer
cotidiano,
despertara de la noche ancestral una celebración
pagana cuyas raíces se hunden en la antigua sumeria, el egipto
de los faraones con sus fiestas en honor del toro Apis ,
las
saturnales en honor de Saturno o las lupercales romanas en
honor de Pan Liceo el que protegía contra Plutón dios del
inframundo y será
Baco el maestro de ceremonias, un dios
pagano al que llaman también Dionisio, Taurino o Bromio ,
el
que brama como un toro. Es un dios extraño, escurridizo,
misterioso, liberador, que nada en un mar de ambigüedad y
al
que se conoce como inventor del vino.
Cuenta de él la leyenda que cierta vez que se dirigía a la isla de
Naxox , se detuvo en una campiña y observó que, a sus
pies, una
ramita sobresalía
apenas de la tierra. A Baco le pareció que
tenía una configuración un poco especial y la arrancó para
llevársela a su casa. Mas como el sol era abrasador, temía
que la
rama se le agostara antes de la noche. De manera que
tomando
un hueso de ave que halló en el camino, introdujo el pequeño
vástago. Pero el tallo no tardó en crecer y salir por los
extremos,
metió su rama entonces en un hueso de león. Al poco tiempo
también ese resguardo
resultó insuficiente, y pocos días
después, la rama se había convertido en una pequeña planta
que se salía del hueso expuesta a los rigores del sol. En
un hueso
de asno , Baco metió el hueso de león, en cuyo interior
estaba la
planta y el hueso del ave, y poco después arribó a Naxos.
Allí
intento sacar el arbusto de los tres huesos que lo guardaban,
con
el fin de plantarlo pero sus raíces se habían mezclado
tanto con
los huesos que se podían sacar estos sin romper la planta.
De
modo que se vió obligado a plantarla tal cual estaba. Bajo
el
cálido sol de Naxox el arbusto creció y dio racimos. Su
divina
intuición indicó a Baco lo que debía hacer. Dejó que los
granos maduraran, luego los vendimió prensándolos para
extraerles el jugo, muy similar al néctar que se bebía en el
Olimpo. Más tarde llamó a los hombres de su tierra y les enseño
a cultivar la viñas , hecho que le iba a deparar más de una
sorpresa. En efecto, advirtió que cuando los hombres bebían
vino moderadamente se ponían alegres como pájaros. Si bebían
un poco más se sentían fuertes como leones. Pero si
continuaban las libaciones , sus cabezas se inclinaban como las
de los asnos y cometían disparates.. Pues el vino alimenta bocas
bravas, tristezas, nostalgias, melancolías incontenibles, o visos
que a veces se precipitan en el vacío vertiginoso y voraz,
alimenta también agonías torpes, pero bien intencionadas; el
mal se despeja con el vino, porque la razón se embota , y por lo
tanto no se puede emplear en el mal ajeno, pero si por el
contrario se ceba la borrachera en la torpeza o la necesidad,
cuantos sabios y prudentes dejaron de serlo y se encontraron
después ebrios, vestidos de guisas imposibles y en
circunstancias vergonzantes, pero hilarantes , para después
saltar hasta la vista de todos. El vino intima y hace
claro el amor
y necesario el sexo, exacerba los apetitos y minimiza las
consecuencias.
Estamos
hechos de la magia que fluye en los cuentos, los mitos y las leyendas; son la
fuente de la que brota lo sagrado, la vida y la muerte… y el vino en su función
terapéutica aliviará los pesares produciendo olvido mediante el sueño. Aunque
entonces ya era temido ―también era deseado―, se conocían sus bondades, su
poder estimulante y su virtud para reverdecer la amargura; se sabía de sus
traiciones, caprichos, sorpresas.
Los antiguos no ignoraban que de la alegría a la alucinación no había más que unas copas innecesarias, a veces inevitables, pero como diría el adivino Tiresias: «¡No hay otra medicina para las penas!».
Baco es
también el dios de la máscara y la metamorfosis, origen
de la representación. Tiene la capacidad de producir la manía, ese estado de
delirio que produce en sus seguidores por medio de la danza frenética y la
ingestión del fruto de la vid. Hijo del
dios Zeus y de la mortal Semele, comparte con Apolo el templo sagrado de
Delfos, santuario de dos fuerzas antagónicas, que lejos de anularse una a la
otra se complementan.
Dionisio representa lo «dionisíaco», que es la vida en su más pura esencia, un tiovivo incesante de nacimiento y muerte. Es por tanto trágico, pero a la vez está lleno de ímpetu y fuerza vital, vive en lo más profundo del individuo debilitándolo cuando se atrinchera en sus conceptos racionales, éticos y morales para mantenerse a flote.
Apolo, su
opuesto, configura la individualidad con su razón, equilibro moral y sentido práctico de la divina proporción, pero sólo
representa la punta del iceberg. Lo dionisíaco está poseído por una fuerza que
no conoce moral ni razón que valga; un torbellino de energía que crea y
destruye formas de vida, el universo de la voluntad que subyace a todo cuanto
existe, como diría Schopenhauer.
La entrada a lo dionisíaco ―afirma Nietzsche― no nos viene dado por la razón, si no por un tipo característico de ebriedad que nos libra de la incómoda reflexión; es esa ebriedad la que nos conduce, como en el arte, a sentir el pálpito convulso de lo vivo.
Eurípides nos
muestra como nadie en su inmortal y última Obra, Las Bacantes, el ritual dionisíaco, la orgía ―término de
connotaciones religiosas más que profanas― y cuyo cénit expresivo consiste en
realizar un danza cargada de frenesí en el monte.
El propio Dionisio
conducirá el cortejo acompañado de gritos liberadores que envuelve la armonía
de la flauta de la que ya dijera Aristóteles que «no
es un instrumento moral, sino más bien orgiástico, de modo que ha de
utilizarse en aquellas ocasiones en las que se pretenda más la purificación que
la enseñanza».
Y de este modo:
Al son de panderos de sordo retumbo,
festejando con gritos de ¡evohé! al dios del ¡evohé!, entre gritos y
aclamaciones frigias, al tiempo que la sagrada flauta de loto melodioso modula
sus sagradas tonadas, en acompañamientos para las que acuden al monte.
Y allí el frenesí de la oreibasía, esa danza desenfrenada, les conduce al éxtasis, a salir fuera de sí mismos
como liberación del quehacer cotidiano, de los compromisos públicos y privados,
de la esclavitud debida al afán de riquezas, al miedo a perder el prestigio, al yugo de la ley escrita,
pues el hombre se debate entre lo que es creído y creado por él y lo que le es
dado por la naturaleza, reprimiendo deseos como sacrifico incruento que reprime
en aras de una evolutiva civilización: «Bajo la
magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la
alianza entre los seres humanos, también la naturaleza enajenada, hostil o
subyugada celebra una fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre».
Pues Dionisios es la raíz misma de la
naturaleza, por cuanto que es un dios y se
rige conforme a leyes divinas , no escritas, su mensaje es una defensa
de la condición natural de la existencia y quiere que el hombre vuelva a su estado natural
incivilizado
Y en este devenir
cotidiano el coro de ménades repite como un mantra la querencia de todo mortal
por retornar al paraíso perdido.
¡Ojalá
pudiera llegar a Chipre, la isla de Afrodita, donde habitan los Amores que
hechizan al corazón humano! ¡O a Faros, cuya tierra fertilizan las corrientes
de un río bárbaro de cien bocas, sin ayuda de la lluvia! ¡O a la hermosa
Pieria, la residencia de las Musas, en la famosa ladera del Olimpo!
Allá por año 1998 Talía encarnó el espíritu de una joven que ya de niña amaba el teatro. Aquella pequeña se llamaba Rosa y
antes de partir dejó grabada en piedra la rodera de un Carro: el de Tespis.
Fue
el sabio Solón, aquel que dijo
«Nada con
exceso, todo con medida»; para guiar el comportamiento ordenado de los hombres
quien obligó[1], a este ser mítico
según cuenta la leyenda, a recorrer los caminos
montado en un carro por toda la eternidad; durante la época estival arriba
glorioso a Miróbriga, con el marchamo de padre del teatro y creador de la
máscara que caracteriza el personaje para unirse al crisol de
un pueblo que celebra el ritual pagano y sagrado de la vida, desde el canon
estético de una belleza que representa la armonía y el contraste; viene cargado
de acontecimientos que sacian el deseo que todos tenemos por volver a sentir nuestra propia existencia
en el escenario, y lo salpica con las máscaras de aquellos modelos que elegimos
para identificarnos; coronado con las flores del arte dramático cuyas raíces se
alimentan con la acción hecha jirones de carne viva. Tespis inunda el aire, y
en agosto de cada año es verosimilitud que arranca la mentira del acontecer
dramático.
El romano Lucio Licinio Lúculo fue un destacado político y militar al servicio de Roma en el siglo I antes de Cristo.
Privado del mando después de combatir en arduas batallas,
buscó consuelo en las artes y en la vida relajada. Sus cenas cotidianas, de las que hacía gala, eran un derroche de
riqueza, no sólo en manteles de púrpura, en vajilla, en pedrería, en
espectáculos, sino en los más apetitosos y variopintos manjares que pudiera
encontrar. No sería de extrañar, aunque no hay referencias de ello, que
entre sus deliciosas viandas destacaran
por su exquisitez platos y postres
mirobrigenses como los huevos con farinato, la chanfaina, el hornazo o el
esponjoso bollo maimón, sin olvidarse de las perronillas o mantecados, que
seguro harían las delicias de aquellas gentes del Imperio como hoy hacen las
nuestras.
Gracias por permitir que sea yo el que hoy abra el telón de este
gran teatro del mundo que es vuestro carnaval, y
como pregonero mayor rasgue la monotonía del tiempo
presente, para dar paso a la magia de la fiesta que inundará
calles, rincones, casas, balcones, plazas, fuentes.
Hoy seremos todos uno en el
ritual pagano ya sagrado de la
fiesta, nuestro espíritu volará libre sin el equipaje de
inquietudes que apenas logramos entender , y por un instante
corto, pero tan intenso que se nos hará eterno; cambiaremos
de máscara para danzar unidos
junto a las riberas de un río
de agua y tres de fuego.
¡Bienvenidos al carnaval!