El Carnaval del Toro arranca con el tradicional "Campanazo" ante cientos de almas y el pregón de José Antonio Sayagués

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El Carnaval del Toro de Ciudad Rodrigo, una de las fiestas de exaltación del toro más importantes del mundo, ha comenzado hoy con el tradicional "Campanazo", que ha congregado a alrededor de 10.000 personas en la Plaza Mayor de este municipio salmantino.
Desde la noche de hoy y hasta la tarde del Martes del Carnaval, las calles de Miróbriga acogerán a miles de aficionados que se agolparán en el recinto amurallado para ver correr a los toros.
Habrá encierros urbanos, encierros a caballo, festivales, capeas o novilladas con un total de 41 toros, la mayoría de cinco años, que serán citados una y otra vez por los aficionados.
La Campanera será la encargada de tañer el reloj suelto del Ayuntamiento y, en función de la frecuencia con la que toque, los corredores sabrán donde están los morlacos.
Tras el Campanazo, el Pregonero Mayor de esta edición, el acto salmantino José Antonio Sayagués, se ha encargado de anunciar las fiestas del Carnaval del Toro, en un discurso pronunciado en el Teatro Nuevo Fernando Arrabal.
El Carnaval del Toro se caracteriza por el tradicional coso de madera y con forma rectangular que las peñas construyen cada año en la Plaza Mayor, con la única ayuda de tablones y puntas.
Este coso albergará dos capeas nocturnas (el Viernes y el Sábado de carnaval) y, tras los encierros del Sábado, Lunes y Martes, las tradicionales capeas matutinas.
Además, tras los festivales y las novilladas que hay por la tarde, también se celebrarán capeas en la Plaza Mayor para deleite de los aficionados y de los recortadores.
El festival taurino del Sábado de carnaval lo protagonizarán los toreros Antonio Nazaré, Juan del Álamo y Damián Castaño, además del novillero Alejandro Marcos, con bravos de la ganadería salmantina de El Pilar.
El otro festival será el Martes por la tarde para los diestros Uceda Leal, Juan Diego y Eduardo Gallo, con reses de Garcigrande y en él también matará un novillo el joven espada Carlos Navarro.
El Carnaval del Toro también se caracteriza por su tradicional encierro del Toro del Aguardiente, cuyo astado, este año de la ganadería cacereña de Adolfo Martín, se correrá el Martes de carnaval a las nueve y media de la mañana.
Este año, la organización ha seleccionado toros de las ganaderías de Carlos Charro, Mara Mayoral, Adolfo Martín o Jacinto Ortega.
El encierro a caballo es el evento que más público congrega cada año, ya que suelen acudir alrededor de 50.000 personas para presenciar como los jinetes conducen a los toros desde el campo hasta la Plaza Mayor, cruzan las murallas de la ciudad. 

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PREGÓN DE JOSÉ ANTONIO SAYAGUÉS

En esta tierra mirobrigense convertida ya por el devenir del tiempo y su avatar en ciudad antigua, noble y leal ―a la que se otorgó el rango de civitas, estatus que le garantizaba derechos civiles y políticos―, hay días en que el Águeda rasga su manto de niebla permitiendo que el sol preñe de oro el fluir tranquilo del agua; luego, lejos de perderse hacia el Oriente, se esconde entre la sillería de torres, almenas, templos y palacios para escuchar de la piedra su memoria, historias que la fragua del tiempo convirtió en leyendas que parieron mitos.

Desde la Edad del Bronce hasta hoy, el polvo de los días que endurece el invierno y dispersa el verano como la paja que ventea el aire al separarla del grano, siempre está presente, tal vez lleva la impronta de universos que solo distinguen los ojo  del sentimiento, porque el corazón tiene razones que la razón ignora.

El río que transita la noche del tiempo vertió un limo de historia sobre el lecho de ajedrez donde vetones, romanos, moros, moriscos, judíos, conversos, cristianos, portugueses y bandos señoriales en liza se jugaron días de grandeza y miseria, de risas, lágrimas, vino y rosas, de guerra y paz configurando un caleidoscopio de culturas que aún hoy palpita en la noble tierra de la Ciudad de Rodrigo; la seca cicatriz que dejó la herida de cien batallas gime en grito de silencio por el serpentear de calles, plazuelas y rincones, como vigilante eterno de una memoria que grabó en piedra lo variopinto de una identidad, la de Miróbriga.

El hombre inventó el tiempo y el espacio para entender la mutable realidad de su existencia; hoy uno y otro se abrazan despertando el mito, pues es  misterio larvado en la profundidad insondable del hombre, que atiende solícito a llamada del ritual.

 

El mito… expresa, fomenta y codifica la creencia; salvaguarda y refuerza la moral; garantiza la eficacia del ritual y contiene reglas prácticas por las que el hombre puede guiarse. Es, pues, un ingrediente vital de la civilización humana; no es un cuento inútil, sino una fuerza activa muy elaborada.

Con el mito el hombre se eleva más allá del cautiverio al que somete su entraña y el malestar cotidiano de la cultura del que ya hablara el insigne Freud, es un drama que nace como acontecer histórico y cuyo carácter es orientador, nos permite poner el caos de la ansiedad a buen recaudo y afrontar con serenidad el inquietante futuro, para abrir en liturgia pagana un carnaval que ebrio se envuelve en un río de agua y tres de fuego: el primero el de Ur, toro primigenio que inmortalizara el hombre con su arte rupestre al abrigo rocoso de las cuevas paleolíticas; el segundo el orgiástico donde reina Dionisios; y el tercero el Dramatúrgico que recorre caminos y aldeas parapetado en el carro de Tespis.

Las edades del tiempo cobijan al hombre en la fría noche de la nada con un tapiz escarchado de leyendas que su imaginario proyectó sobre el mundo a la luz de su consciencia, con el afán de conjurar miedos o invocar protección, ese tapiz que creó en su mente un mundo de dioses y animales fabulosos como Pegaso, Unicornio, Cerbero (perro de tres cabezas que guardaba las puertas del Hades); Quirón (el más famoso y sabio de los centauros); Pitón; Grifo (animal con alas de águila y cuerpo de león); Arpía (ave con rostro de doncella y cuerpo de ave de rapiña); minotauro (animal mitad hombre, mitad toro, fruto de la unión de Pasifae y el toro blanco de Poseidón)...

Cuando el hombre en su prehistoria elevó a la mujer a la categoría de Diosa Madre, puso junto a ella y en una dimensión jerárquica inferior una divinidad masculina, un dios símbolo de la fertilidad representado por un toro. Desde aquel ancestral tiempo hasta nuestros días, babilonios, egipcios, minoicos, griegos, romanos todos de una u otra manera sacralizaron a este animal otorgándole atributos divinos, siendo objeto de culto, sacrificio, de caza y fiesta.

Perdió entidad en el proceso de fusión cuando los pueblos indoeuropeos invadieron a los habitantes más primitivos de Grecia, pero se mantuvo asociado mitológicamente a Zeus, Poseidón, Eros o Dionisios como vestigio de su antigua deidad.

Así los minoicos ―por hablar de alguna de aquellas civilizaciones ancestrales que tanto nos legaron― realizaban arriesgados saltos entre las astas del toro y sobre su cuerpo, dentro de un marco de celebración religiosa, dado el carácter sagrado y su condición de símbolo de fortaleza y fecundidad que tenía el animal, como rito iniciático para el paso del joven a la madurez.

El toro ha caminado junto al hombre desde entonces saltando de una a otra cultura. Desacralizado y convertida su liturgia en una fiesta, en nuestra tierra crea bandos a favor y en contra del rito al que es sometido; defensores y detractores argumentan tesis antagónicas irreconciliables, pero será la sociedad quien en última instancia decida si necesita el mito, o por el contrario lo abandona.

Dice la leyenda que en la noche de carnaval todo vale y nada

 

importa pues  lo tapa la máscara que es su  energía   hecha materia. Sin ella no es posible el ritual, pues representa la cara que nuestra imaginación le pone a un dios, es el drama de la vida que sale al paso, nos seduce, traiciona, es elixir que narcotiza los sentidos para alejarlos del torbellino de realidad que nos subyuga, la compañera de viaje en la búsqueda inquietante de nuestra identidad.

Al ponerse la máscara el ser humano se vuelve enigmático, se transforma en esos modelos con valor simbólico que forman parte del inconsciente colectivo.

 

 

Vive larvada en lo más profundo de nuestra experiencia emocional, brota en el arte con expresiones de miedo, rabia, decepción, alegría… Cuando se interpone entre uno mismo y el mundo, mira tanto hacia dentro como hacia fuera, y disfraza, cubre, miente, revela, protege, niega recuerda, encarna, transforma…

Nos protege de anhelos ocultos en el jardín sin luna que nos habita la entraña profunda para escondernos con su protección a los unos de los otros, reconcilia emociones que escapan a la razón, y valida el instinto; sin ella somos vulnerables, un barco sin timón a merced del viento.

Oscar Wilde decía que «el hombre es menos él mismo cuando habla por cuenta propia. Déle una máscara y dirá la verdad».

 

 

 Pero…¡Ay, mortal, cuando la máscara que llevas es el rostro de un arquetipo, modelo primigenio de comportamiento!

Entonces el identificarte con ella equivaldrá a una posesión y tal vez en lo orgiástico del carnaval te sientas un dios, vendas tu alma al diablo y por satisfacer los anhelos que asolan tu corazón permitas que la máscara de Fausto se apodere de ti y pidas a Mefisto yacer en brazos de algún brebaje o elixir camino a la celestial Helena, cuyos dulces abrazos pueden extinguir del todo esos pensamientos que iluminan tu razón y la vorágine del deseo, te haga exclamar:

 

 

 

 

 

 

¡Dulce Helena!

Es este el rostro que botó mil barcos

E hizo arder infinitas torres de Ilión

Dulce Helena, hazme inmortal con un beso,

Sus labios sorben mi ánima, ¡Contémplala elevarse!

Ven, Helena, entrégame otra vez mi alma.

Aquí permaneceré, pues el cielo está en estos labios

Y todo lo que no es Helena es escoria.

¡Oh, eres más hermosa que el aire de la tarde

arropada en la belleza de un millar de estrellas!

Sin caer en la cuenta de que del placer se ha de entender cómo empieza, pero sobre todo qué precio se ha de pagar cuando termina. Ya Epicuro el filósofo helenista proclamaba que «casi todo placer lleva consigo, como compañero inseparable su porción de dolor».

 

 

Cuando el carnaval rasgue el velo del quehacer cotidiano, 

 

despertara de la noche ancestral una celebración

 

pagana cuyas raíces se hunden  en la antigua sumeria, el egipto

 

de los faraones con sus fiestas en honor del toro Apis , las  

 

saturnales en honor de Saturno o  las lupercales romanas en

 

honor de Pan Liceo el que protegía contra Plutón dios del

 

inframundo y será  Baco el maestro de ceremonias, un dios

 

pagano al que llaman también Dionisio, Taurino o Bromio , el

 

que brama como un toro. Es un dios extraño, escurridizo,

 

misterioso, liberador, que nada en un mar de ambigüedad y al

 

que se conoce como inventor del vino.

 

Cuenta de él la leyenda que cierta vez que se dirigía  a la isla de

 

Naxox , se detuvo en una campiña y observó que, a sus pies, una

 

ramita sobresalía  apenas de la tierra. A Baco le pareció  que

 

tenía una configuración un poco especial y la arrancó para

 

llevársela a su casa. Mas como el sol era abrasador, temía que la

 

rama se le agostara antes de la noche. De manera que tomando

 

un hueso de ave que halló en el camino, introdujo el pequeño

 

vástago. Pero el tallo no tardó en crecer y salir por los extremos,

 

metió su rama entonces en un hueso de león. Al poco tiempo

 

también ese resguardo  resultó insuficiente, y pocos días

 

después, la rama se había convertido en una pequeña planta  

 

que se salía del hueso expuesta a los rigores del sol. En un hueso

 

de asno , Baco metió el hueso de león, en cuyo interior estaba la

 

planta y el hueso del ave, y poco después arribó a Naxos. Allí

 

intento sacar el arbusto de los tres huesos que lo guardaban, con

 

el fin de plantarlo pero sus raíces se habían mezclado tanto con

 

los huesos que se podían sacar estos sin romper la planta. De

 

modo que se vió obligado a plantarla tal cual estaba. Bajo el

 

cálido sol de Naxox el arbusto creció y dio racimos. Su divina

 

intuición indicó a Baco lo que debía hacer. Dejó que los

 

granos maduraran, luego los vendimió prensándolos para

 

extraerles el jugo, muy similar al néctar que se bebía en el

Olimpo. Más tarde llamó a los hombres de su tierra  y les enseño

a cultivar la viñas , hecho que le iba a deparar más de una

sorpresa. En efecto, advirtió que cuando los hombres bebían

vino moderadamente  se ponían alegres como pájaros. Si bebían

un poco más se sentían fuertes como leones. Pero si

continuaban las libaciones , sus cabezas se inclinaban como las

de los asnos y cometían disparates.. Pues el vino alimenta bocas

bravas, tristezas, nostalgias, melancolías incontenibles, o visos

que a veces se precipitan en el vacío vertiginoso y voraz,

alimenta también agonías torpes, pero bien intencionadas; el

mal se despeja con el vino, porque la razón se embota , y por lo

tanto no se puede emplear en el mal ajeno, pero si por el

contrario se ceba la borrachera en la torpeza  o la necesidad,

cuantos sabios y prudentes dejaron de serlo y se encontraron

después ebrios, vestidos de guisas imposibles  y en

circunstancias vergonzantes, pero hilarantes , para después

saltar hasta la vista de todos. El vino intima y hace claro el amor 

y necesario el sexo, exacerba los apetitos y minimiza las

consecuencias.


Estamos hechos de la magia que fluye en los cuentos, los mitos y las leyendas; son la fuente de la que brota lo sagrado, la vida y la muerte… y el vino en su función terapéutica aliviará los pesares produciendo olvido mediante el sueño. Aunque entonces ya era temido ―también era deseado―, se conocían sus bondades, su poder estimulante y su virtud para reverdecer la amargura; se sabía de sus traiciones, caprichos, sorpresas.

Los antiguos no ignoraban que de la alegría a la alucinación no había más que unas copas innecesarias, a veces inevitables, pero como diría el adivino Tiresias: «¡No hay otra medicina para las penas!».

Baco es también  el dios de la máscara y la metamorfosis, origen de la representación. Tiene la capacidad de producir la manía, ese estado de delirio que produce en sus seguidores por medio de la danza frenética y la ingestión del  fruto de la vid. Hijo del dios Zeus y de la mortal Semele, comparte con Apolo el templo sagrado de Delfos, santuario de dos fuerzas antagónicas, que lejos de anularse una a la otra se complementan.

Dionisio representa lo  «dionisíaco», que es la vida en su más pura esencia, un tiovivo incesante de nacimiento y muerte. Es por tanto trágico, pero a la vez está lleno de ímpetu y fuerza vital, vive en lo más profundo del individuo debilitándolo cuando se atrinchera en sus conceptos racionales, éticos y morales para mantenerse a flote.

Apolo, su opuesto, configura la individualidad con su razón, equilibro moral  y sentido práctico de la divina proporción, pero sólo representa la punta del iceberg. Lo dionisíaco está poseído por una fuerza que no conoce moral ni razón que valga; un torbellino de energía que crea y destruye formas de vida, el universo de la voluntad que subyace a todo cuanto existe, como diría Schopenhauer.

La entrada a lo dionisíaco ―afirma Nietzsche― no nos viene dado por la razón, si no por un tipo característico de ebriedad que nos libra de la incómoda reflexión; es esa ebriedad la que nos conduce, como en el arte, a sentir el pálpito convulso de lo vivo.

Eurípides nos muestra como nadie en su inmortal y última Obra, Las Bacantes, el ritual dionisíaco, la orgía ―término de connotaciones religiosas más que profanas― y cuyo cénit expresivo consiste en realizar un danza cargada de frenesí en el monte.

El propio Dionisio conducirá el cortejo acompañado de gritos liberadores que envuelve la armonía de la flauta de la que ya dijera Aristóteles que «no es un instrumento moral, sino más bien orgiástico, de modo que ha de utilizarse en aquellas ocasiones en las que se pretenda más la purificación que la enseñanza».

 

 

 

 

Y de este modo:

 Al son de panderos de sordo retumbo, festejando con gritos de ¡evohé! al dios del ¡evohé!, entre gritos y aclamaciones frigias, al tiempo que la sagrada flauta de loto melodioso modula sus sagradas tonadas, en acompañamientos para las que acuden al monte.

Y allí el frenesí de la oreibasía, esa danza desenfrenada, les conduce al éxtasis, a salir fuera de sí mismos como liberación del quehacer cotidiano, de los compromisos públicos y privados, de la esclavitud debida al afán de riquezas, al miedo a perder el prestigio, al yugo de la ley escrita, pues el hombre se debate entre lo que es creído y creado por él y lo que le es dado por la naturaleza, reprimiendo deseos como sacrifico incruento que reprime en aras de una evolutiva civilización: «Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos, también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra una fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre». Pues Dionisios es la raíz misma  de la naturaleza, por cuanto que es un dios y se  rige conforme a leyes divinas , no escritas, su mensaje es una defensa de la condición natural de la existencia y quiere  que el hombre vuelva a su estado natural incivilizado

Y en este devenir cotidiano el coro de ménades repite como un mantra la querencia de todo mortal por retornar al paraíso perdido.

¡Ojalá pudiera llegar a Chipre, la isla de Afrodita, donde habitan los Amores que hechizan al corazón humano! ¡O a Faros, cuya tierra fertilizan las corrientes de un río bárbaro de cien bocas, sin ayuda de la lluvia! ¡O a la hermosa Pieria, la residencia de las Musas, en la famosa ladera del Olimpo!

Allá por año 1998 Talía encarnó el espíritu de una joven que ya de niña amaba el teatro. Aquella pequeña se llamaba Rosa y antes de partir dejó grabada en piedra la rodera de un Carro: el de Tespis.

 Fue el sabio  Solón, aquel que dijo «Nada con exceso, todo con medida»; para guiar el comportamiento ordenado de los hombres quien obligó[1], a este ser mítico según cuenta la leyenda, a recorrer los caminos montado en un carro por toda la eternidad; durante la época estival arriba glorioso a Miróbriga, con el marchamo de padre del teatro y creador de la máscara que caracteriza el personaje para unirse al crisol de un pueblo que celebra el ritual pagano y sagrado de la vida, desde el canon estético de una belleza que representa la armonía y el contraste; viene cargado de acontecimientos que sacian el deseo que todos tenemos  por volver a sentir nuestra propia existencia en el escenario, y lo salpica con las máscaras de aquellos modelos que elegimos para identificarnos; coronado con las flores del arte dramático cuyas raíces se alimentan con la acción hecha jirones de carne viva. Tespis inunda el aire, y en agosto de cada año es verosimilitud que arranca la mentira del acontecer dramático.

El romano Lucio Licinio Lúculo fue un destacado político y militar al servicio de Roma en el siglo I antes de Cristo.

Privado del mando después de combatir en arduas batallas, buscó consuelo en las artes y en la vida relajada. Sus cenas cotidianas, de las que hacía gala, eran un derroche de riqueza, no sólo en manteles de púrpura, en vajilla, en pedrería, en espectáculos, sino en los más apetitosos y variopintos manjares que pudiera encontrar. No sería de extrañar, aunque no hay referencias de ello, que

entre sus deliciosas viandas destacaran por su  exquisitez platos y postres mirobrigenses como los huevos con farinato, la chanfaina, el hornazo o el esponjoso bollo maimón, sin olvidarse de las perronillas o mantecados, que seguro harían las delicias de aquellas gentes del Imperio como hoy hacen las nuestras.

Gracias por permitir que sea yo el que hoy abra el telón de este

 

gran teatro del mundo que es vuestro carnaval, y 

 

como pregonero mayor rasgue la monotonía  del tiempo

 

presente, para dar paso a la magia de la fiesta  que inundará

 

calles, rincones, casas, balcones, plazas, fuentes.

 

Hoy seremos todos  uno en el ritual pagano ya sagrado de la

 

fiesta, nuestro espíritu volará libre sin el equipaje de

 

inquietudes que apenas logramos entender , y por un instante

 

corto, pero tan intenso que se nos hará eterno; cambiaremos

 

de máscara para  danzar unidos junto a las riberas de un río

 

de agua y tres de fuego.

 

¡Bienvenidos al carnaval!